martes, 21 de julio de 2009

Teoría 33: Texto de Las mil y una noches. Relato de la noche 31-32. Anónimo. Historia de El-Aschar, quinto hermano del barbero.

Las mil y una noches. Relato de la noche 31-32. Anónimo.
Historia de El-Aschar, quinto hermano del barbero.

"Este hermano mío, ¡Oh Emir de los Creyentes! fue precisamente aquel a quien cortaron la nariz y las orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.
Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El-Aschar cogió los cien dracmas que le correspondían, pero, no sabía en qué emplearlos. Y se decidió por último a comprar cristalería para venderla al por menor, prefiriendo este oficio a cualquier otro porque no le obligada a moverse mucho.
Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande, en el que puso sus géneros, buscó una esquina frecuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared y delante el canasto, pregonando su mercadería de esta suerte:

"¡Oh cristal! ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal, oh cristal!"

Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared, empezaba a soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un viernes en el momento de la oración:
"Acabo de emplear todo mi capital, o sean cien dracmas, en la compra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos dracmas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital. Entonces compraré toda clase de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran palacio y tener esclavos, y tener caballos con sillas y gualdrapas de brocado y de oro. Y comeré y beberé soberbiamente, y no habrá cantora en la ciudad a la que no invite a cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad, para que me busquen novia que sea hija de un rey o de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones. De modo que le señalaré una dote de mil dinares. de oro. Y no es de esperar que su padre el gran visir vaya a oponerse a esta boda pero si no la consintiese, le arrebataría a su hija y me la llevaría a mi palacio. Y compraré diez pajecillos para mi servicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones de perlas y pedrería. Y montado en el más hermoso de los corceles, que compraré a los beduinos del desierto o mandaré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos esclavos y otros detrás y alrededor de mi; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir cuando me vea se levantará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y conmigo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se la regalaré como muestra de mi generosidad y munificencia y para que vea también cuán por encima estoy, de todo lo de este mundo. Y volveré solemnemente a mi casa, y cuando mi novia me envíe a una persona con algún recado, llenaré de oro a esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir llega a mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré, y se lo devolveré, aun que sea un regalo de gran valor, y todo esto para demostrarle que tengo gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delicadeza. Y señalaré después él día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, cantoras y danzarinas. Y prepararé mi palacio tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín, y mandaré regar el pavimento con esencias y agua de rosas.
La noche de bodas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado, tapizado de seda con bordados de flores y pájaros. Y mientras mi mujer se pasee por el salón con todas sus preseas, más resplandeciente que la luna llena del mes de Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla siquiera ni volver la cabeza a ningún lado probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura. Y cuando me presenten a mi esposa, deliciosamente perfumada y con toda la frescura de su belleza, yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasible, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: "¡Oh señor, corona de nuestra cabeza! aquí tienes a tu esposa, que se pone respetuosamente entre tus manos y aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo, sólo espera tus órdenes para sentarse." Y yo no diré tampoco ni una palabra, haciendo desear más mi respuesta. Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosternaron y besarán la tierra muchas veces ante mi grandeza. Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada a mi mujer, pero sólo una mirada, porque volveré en seguida a levantar los ojos y recobraré mi aspecto lleno de dignidad. Y las doncellas se llevarán a mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica. Y volverán a llevarme por segunda vez a la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento de las alhajas, el oro y la pedrería y perfumada con nuevos perfumes más gratos todavía. Y cuando me hayan rogado muchas veces, volveré a mirar a mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que terminen por completo todas las ceremonias.
Pero en este momento de su relato, Schehrezada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no quiso abusar más aquélla noche del permiso otorgado.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 32a NOCHE
Siguió contando la historia al rey Schahriar:
He llegado a saber; ¡Oh rey afortunado! que el barbero prosiguió así la aventura de su quinto hermano El-Aschar:
"... hasta que terminen por completo todas las ceremonias. Entonces mandaré a algunos de mis esclavos que cojan un bolsillo con quinientos dinares en moneda menuda, y la tiren a puñados por el salón, y repartan otro tanto entre músicos y cantoras y otro tanto a las doncellas de mi mujer. Y luego las doncellas llevarán, a mi esposa a su aposento. Y yo me haré esperar mucho. Y cuando entre en la habitación atravesaré por entre las dos filas de doncellas. Y al pasar cerca de mi esposa le pisaré el pie de un modo ostensible para demostrar mi superioridad como varón. Y pediré una copa de agua azucarada, y después de haber dado gracias a Alah, la beberé tranquilamente.
Y seguiré no haciendo caso a mi mujer, que estará en la cama dispuesta a recibirme, y a fin de humillarla y demostrarle de nuevo mi superioridad y el poco caso que hago de ella, no le dirigiré ni una vez la palabra, y así aprenderá cómo pienso conducirme en lo sucesivo, pues no de otro modo se logra que las mujeres sean dóciles, dulces y tiernas. Y en efecto, no tardará en presentarse mi suegra, que me besará la frente y las manos, y dirá: "¡Oh mi señor! dígnate mirar a mi hija, que es tu esclava y desea ardientemente que le acompañes, y le hagas la limosna de una sola palabra tuya." Pero yo, a pesar de las súplicas de mi suegra, que no se habrá atrevido a llamarme yerno por temor de demostrar familiaridad, no le contestaré nada. Entonces me seguirá rogando, y estoy seguro de que acabará por echarse a mis pies y los besará, así como la orla de mi ropón. Y me dirá entonces: "¡Oh mi señor! ¡Te juro por Alah que mi hija es virgen! ¡Te juro por Alah que ningún hombre la vio descubierta, ni conoce el color de sus ojos! No la afrentes ni la humilles tanto. Mira cuán sumisa la tienes. Sólo aguarda una seña tuya para satisfacerte en cuanto quieras."
Y mi, suegra se levantará para llenar una copa de un vino exquisito, dará la copa a su hija, que en seguida vendrá a ofrecérmela, toda temblorosa. Y yo, arrellanado en los cojines de terciopelo bordados en oro, dejaré que se me acerque, sin mirarla, y gustaré de ver de pie a la hija del gran visir delante del ex vendedor de cristalería, que pregonaba en una esquina:

¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal! ¡Cristal ¡Miel coloreada! ¡Cristal!

Y ella, al ver en mí tanta grandeza, habrá de tomarme por el hijo de algún sultán ilustre cuya gloria llene el mundo. Y entonces insistirá para que tome la copa de vino, y la acercará gentilmente a mis labios. Y furioso al ver esta familiaridad, le dirigiré una mirada terrible, le daré una gran bofetada y un puntapié en el vientre, de esta manera..."
Y mi hermano hizo ademán de dar el puntapié a su soñada esposa y se lo dio de lleno al canasto que encerraba la cristalería. Y el cesto salió rodando con su contenido. Y se hizo añicos todo lo que constituía la fortuna de aquel loco.
Ante aquel irreparable destrozo, El-Aschar empezó a darse puñetazos en la cara y a desgarrarse la ropa y a llorar. Y entonces, como era precisamente viernes e iba a empezar la plegaria, las personas que salían de sus casas vieron a mi hermano, y unos se paraban movidos de lástima, y otros siguieron su camino creyéndole loco.
Y mientras estaba deplorando la pérdida de su capital y de sus intereses, he aquí que pasó por allí, camino de la mezquita, una gran señora. Un intenso perfume de almizcle se desprendía de toda ella. Iba montada en una mula enjaezada con terciopelo y brocado de oro, y la acompañaba considerable número de esclavos y sirvientes.
Al ver todo aquel cristal roto y a mi hermano llorando, preguntó la causa de tal desesperación. Y le dijeron que aquel hombre no tenía más capital que el canasto de cristalería, cuya venta le daba de comer, y que nada le quedaba después del accidente. Entonces la dama llamó a uno de los criados y le dijo: "Da a ese pobre hombre todo el dinero que lleves encima." Y el criado se despojo de una gran bolsa que llevaba sujeta al cuello con un cordón, y se la entregó a mi hermano. Y El-Aschar la cogió, la abrió, y encontró después de contarlos quinientos dinares de oro. Y estuvo a punto de morirse de emoción y de alegría y empezó a invocar todas las gracias y bendiciones de Alah en favor de su bienhechora.
Y enriquecido en un momento, se fue a su casa para guardar aquella fortuna. Y se disponía a salir para alquilar una buena morada en que pudiese vivir a gusto, cuando oyó que llamaban a la puerta. Fue a abrir, vio a una vieja desconocida que le dijo: "¡Oh hijo mío! sabe que casi ha transcurrido la hora de la plegaria en este santo día de viernes, y aún no he podido hacer mis abluciones. Y te ruego que me permitas entrar para hacerlas, resguardada de los importunos." Y mi hermano dijo: "Escucho y obedezco." Y abrió la puerta de par en par y la llevó a la cocina, donde la dejó sola.
Y a los pocos instantes fue a buscarle la vieja, y sobre el miserable pedazo de estera que servía de tapiz terminó su plegaria haciendo votos en favor de mi hermano, llenos de compunción. Y mi hermano le dio las gracias más expresivas, y sacando del cinturón dos dinares de oro se los alargó generosamente. Pero la vieja los rechazó con dignidad, y dijo: "¡Oh hijo mío, alabado sea Alah, que te hizo tan magnánimo! No me asombra que inspires simpatías a las personas apenas te vean. Y en cuanto a ese dinero que me ofreces, vuelva a tu cinturón, pues a juzgar por tu aspecto debes ser un pobre saaluk, y te debe hacer más falta que a mí, que no lo necesito. Y si en realidad no te hace falta, puedes devolvérselo a la noble señora que te lo dio por habérsete roto la cristalería...” Y mi hermano dijo: "¡Cómo! Buena madre, ¿conoces a esa dama? En ese caso, te ruego que me indiques dónde la podré ver." Y la vieja contestó: "Hijo mío, esa hermosa joven sólo te ha demostrado su generosidad para expresar la inclinación que le inspira tu juventud, tu vigor y tu gallardía. Pues su marido nunca logrará satisfacerla, porque Alah le ha castigado. Levántate, pues, guarda en tu cinturón todo el dinero para que no te lo roben en esta casa tan poco segura, y ven conmigo. Pues has de saber que sirvo a esa señora hace mucho tiempo y me confía todas sus comisiones secretas. Y en cuanto estés con ella, no te enojes para nada, pues debes hacer con ella todo aquello de que eres capaz. Y cuanto más hagas, más te querrá. Y por su parte se esforzará en proporcionarte todos los placeres y todas las alegrías, y serás dueño absoluto de su hermosura y sus tesoros.
Cuando mi hermano oyó estas palabras de la vieja, se levantó, hizo lo que le había dicho, y siguió a la anciana, que había echado a andar. Y mi hermano marchó detrás de ella hasta que llegaron ambos a un gran portal, en el que la vieja llamó a su modo. Y mi hermano se hallaba en el límite de la emoción y de la dicha.
Y a aquel llamamiento salió a abrir una esclava griega muy bonita, que les deseó la paz y sonrió a mi hermano de una manera muy insinuante. Y le introdujo en una magnífica sala, con grandes cortinajes de seda y oro fino y magníficos tapices. Y mi hermano, al verse solo, se sentó en un diván, se quitó el turbante, se lo puso en las rodillas y se secó la frente. Y apenas se hubo sentado se abrieron las cortinas y apareció una joven incomparable, como no la vieron las miradas más maravilladas de los hombres. Y mi hermano El-Aschar se puso de pie sobre sus dos pies.
Y la joven le sonrió con los ojos y se apresuró a cerrar la puerta, que se había quedado abierta. Y se acercó a El-Aschar, le cogió de la mano, y lo llevó consigo al diván de terciopelo. Manifestóle que estaba muy satisfecha de verle, y tras algunos agasajos, le dijo: "No estamos aquí con bastante comodidad; dadme la mano y venid conmigo."
Dióle ella la suya y condújole a un aposento retirado, donde estuvo conversando un rato con él, y luego le dejó diciendo: "¡Ojo de mi vida! no te muevas de aquí hasta que yo vuelva." Después salió rápidamente y desapareció.
Pero de pronto se abrió violentamente la puerta y apareció un negro horrible, gigantesco, que llevaba en la mano un alfanje desnudo. Y gritó al aterrorizado El-Aschar: "¡Oh grandísimo miserable! ¿Cómo te atreviste a llegar hasta aquí? Y mi hermano no supo qué contestar a lenguaje tan violento, se le paralizo la lengua, se le aflojaron los músculos y se puso muy pálido. Entonces el negro le cogió, lo desnudó completamente y se puso a darle de plano con el alfanje más de ochenta golpes, hasta que mi hermano se cayó al suelo y el negro lo creyó cadáver. Llamó entonces con voz terrible, y acudió una negra con un plato lleno de sal. Lo puso en el suelo y empezó a llenar de sal las heridas de mi hermano, que a pesar de padecer horriblemente, no se atrevía a gritar por temor de que le remataran. Y la negra se marchó después que hubo cubierto completamente de sal todas las heridas.
Entonces el negro dio otro grito tan espantoso como el primero, y se presentó la vieja, que, ayudada por el negro, después de robar todo el dinero a mi hermano, lo cogió por los pies, lo arrastró por todas las habitaciones hasta llegar al patio, donde lo lanzó al fondo de un subterráneo, en el que acostumbraba a precipitar los cadáveres de todos aquellos a quienes con sus artificios había atraído a la casa para que sirviesen a su joven señora.
El subterráneo en cuyo fondo habían arrojado a mi hermano El-Aschar era muy grande y obscurísimo, y en él se amontonaban los cadáveres unos sobre otros. Allí pasó El-Aschar dos días enteros, imposibilitado de moverse por las heridas y la caída. Pero Alah (¡alabado y glorificado sea!) quiso que mi hermano pudiese salir de entre tanto cadáver y arrastrarse a lo largo del subterráneo, guiado por una escasa claridad que venía de lo alto. Y pudo llegar hasta el tragaluz, de donde descendía aquella claridad, y una vez allí salir a la calle, fuera del subterráneo.
Se apresuró entonces a regresar a su casa, a la cual fui a buscarle, y le cuidé con los remedios que sé extraer de las plantas. Y al cabo de algún tiempo, curado ya completamente mi hermano, resolvió vengarse de la vieja y de sus cómplices por los tormentos que le habían causado. Se puso a buscar a la vieja, siguió sus pasos, y se enteró bien del sitio a que solía acudir diariamente para atraer a los jóvenes que habían de satisfacer a su ama y convertirse después en lo que se convertían. Y un día se disfrazó de persa, se ciñó un cinto muy abultado, escondió un alfanje bajo su holgado ropón, y fue a esperar la llegada de la vieja, que no tardó en aparecer. En seguida se aproximó a ella, y fingiendo hablar mal nuestro idioma remedó el lenguaje bárbaro de los persas. Dijo: "¡Oh buena madre! soy forastero, y quisiera saber dónde podría pesar y reconocer unos novecientos dinares de oro que llevo en el cinturón, y que acabo de cobrar por la venta de unas mercaderías que traje de mi tierra." Y la maldita vieja de mal agüero le respondió: "¡Oh, no podías haber llegado más a tiempo! Mi hijo, que es un joven tan hermoso como tú, ejerce el oficio de cambista, y te prestará el pesillo que buscas. Ven conmigo, y te llevaré a su casa." Y él contestó: '"Pues ve delante." Y ella fue delante y él detrás, hasta que llegaron a la casa consabida. Y les abrió la misma esclava griega de agradable sonrisa, a la cual dijo la vieja en voz baja: "Esta vez le traigo a la señora músculos sólidos."
Y la esclava cogió a El-Aschar de la mano, y le llevó a la sala de las sedas, y estuvo con él entreteniéndole algunos momentos; después avisó a su ama, que llegó e hizo con mi hermano lo mismo, que la primera vez. Pero sería ocioso repetirlo. Después se retiró, y de pronto apareció el negro terrible, con el alfanje desenvainado en la mano, y gritó a mi hermano que se levantara y lo siguiese. Y entonces, mi hermano, que iba detrás del negro, sacó de pronto el alfanje de debajo del ropón, y del primer tajo le cortó la cabeza.
Al ruido de la caída acudió la negra, que sufrió la misma suerte; después la esclava griega, que al primer sablazo quedó también descabezada. Inmediatamente le tocó a la vieja, que llegó corriendo para echar mano al botín. Y al ver a mi hermano con el brazo cubierto de sangre y el acero en la mano, se cayó espantada en tierra, y El-Aschar la agarró del pelo y le dijo: ¿No me conoces, vieja zorra, podrida entre las podridas?" Y respondió la vieja: "¡Oh mi señor, no te conozco!"; Pero mi hermano dijo: "Pues sabe, que soy aquél en cuya casa fuiste a hacer las abluciones." Y al decir esto, mi hermano partió en dos mitades a la vieja de un solo sablazo. Después fue a buscar a la joven.
No tardó en encontrarla, ocupada en componerse y perfumarse en un aposento retirado. Y cuando la joven le vio cubierto de sangre, dio un grito de terror, y se arrojó a sus pies, rogándole que le perdonase la vida. Y mi hermano, recordando los placeres compartidos con ella, le otorgó generosamente la vida, y le preguntó: "¿Y cómo es que estás en esta casa, bajo el dominio de ese negro horrible a quien he matado con mis manos?" La joven respondió: "¡Oh dueño mio! antes de estar encerrada en esta maldita casa, era yo propiedad de un rico mercader de la población, y esta vieja solía venir a verme y nos manifestaba mucha amistad. Un día entre los días fue a su casa y me dijo: "Me han invitado a una gran boda, pues no habrá en el mundo otra parecida. Y vengo a llevarte conmigo." Yo le contesté: "Escucho y obedezco." Me puse mis mejores ropas, cogí un bolsillo con cien dinares y salí con la vieja. Llegamos a esta casa, en la cual me introdujo con su astucia, y caí en manos de ese negro atroz, que me sujetó aquí a la fuerza y me utilizó para sus criminales designios, a costa de la vida de los jóvenes que la vieja le proporcionaba. Y así he pasado tres años entre las manos de esa vieja maldita." Entonces mi hermano dijo: "Pero llevando aquí tanto tiempo, debes saber si esos criminales han amontonado riquezas." Y ella contestó: "Hay tantas, que dudo mucho que tú solo pudieras llevártelas. Ven a verlo tú mismo."
Y se llevó a mi hermano, y le enseñó grandes cofres llenos de monedas de todos los países y de bolsillos de todas las formas. Y mi hermano se quedó deslumbrado y atónito. Ella entonces le dijo: "No es así como podrás llevarte este oro. Ve a buscar unos mandaderos y tráelos para que carguen con él. Mientras tanto, yo prepararé los fardos."
Apresuróse El-Aschar a buscar a los mozos, y al poco tiempo volvió con diez hombres que llevaban cada uno una gran banasta vacía.
Pero al llegar a la casa vio el portal abierto de par en par. Y la joven había desaparecido con todos los cofres. Y comprendió entonces que se había burlado de él para poderse llevar las principales riquezas. Pero se consoló al ver las muchas cosas preciosas que quedaban en la casa y los valores encerrados en los armarios, con todo lo cual podía considerarse rico para toda su vida. Y resolvió llevárselo al día siguiente; pero cómo estaba muy fatigado, se tendió en el magnífico lecho y se quedó dormido.
Al despertar al día siguiente, llegó hasta el límite del terror al verse rodeado por- veinte guardias del walí, que le dijeron: "Levántate a escape y vente con nosotros." Y se lo llevaron, cerraron y sellaron las puertas, y lo pusieron entre las manos de walí, que le dijo: "He averiguado tu historia, los asesinatos que has cometido y el robo que ibas a perpetrar." Entonces mi hermano exclamó: "¡Oh walí! Dame la señal de la seguridad, y te contaré lo ocurrido." Y el walí entonces le dio un velo, símbolo de la seguridad, y El-Aschar le contó toda la historia desde el principio hasta el fin. Pero no sería útil repetirla. Después mi hermano añadió: "Ahora, ¡oh walí lleno de ideas justas y rectas! consentiré, si quieres, en compartir contigo lo que queda en aquella casa." Pero el wali replicó: "¿Cómo te atreves a hablar de reparto? ¡Por Alah! No tendrás nada, pues debo cogerlo todo. Y date por muy contento al conservar la vida. Además, vas a salir inmediatamente de la ciudad y no vuelvas: por aquí, bajo pena del mayor castigo." Y el walí desterró a mi hermano, por temor a que el califa se enterase de la historia de aquel robo. Y mi hermano tuvo que huir muy lejos.
Pero para que se cumpliese por completo el Destino, apenas había salido de las puertas de la ciudad le asaltaron unos bandoleros, y al no hallarle nada encima, le quitaron la ropa, dejándole en cueros, le apalearon y le cortaron las orejas y la nariz.
Y supe entonces, ¡Oh Emir de los Creyentes! las desventuras del pobre El-Aschar. Salí en su busca, y no descansé hasta encontrarlo. Lo traje a mi casa, donde le curé, y ahora le doy para que coma y beba durante el resto de sus días.

Un pacto con el diablo
Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
-El diablo.
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
-Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
-¿Qué dice usted?
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
-Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
-Usted, ¿es muy pobre?
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
-¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
-Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
-Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

La tristeza. Anton Chejov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
- ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
- ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
- ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
- ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
- ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
- ¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
- Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
- ¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
- No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
- ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
- ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
- ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
- ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
- ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
- ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
- Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
- ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
- ¡Palabra de honor!
- ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
- ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
- ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
- Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
- ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
- Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
- ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
- ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
- Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
- ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
- ¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
- ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
- Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
- No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
- ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
- Sí.
- Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
- ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
- Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

La ventana abierta. Saki

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

Narciso Manuel Mujica Láinez

Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio, Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino, Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha.
Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna ¬y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles¬ cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

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